Yo, la hija negra de inmigrantes, recibiría mi título de maestría del MIT. En cambio, estaba de luto mientras veía el cubrimiento noticioso del asesinato de George Floyd, que había ocurrido unos días antes a manos del oficial de la policía de Minneapolis Derek Chauvin. Durante nueve minutos y 29 segundos, Chauvin se arrodilló en el cuello de Floyd, quien dijo “no puedo respirar” varias veces hasta su último aliento. La frase “no puedo respirar” también fue dicha por Eric Garner, Manuel Ellis y Elijah McClain antes de ser asesinados por la policía. Para ese momento yo ya era consciente de la violencia policial pues, años atrás, un ser querido había sido injustamente detenido y encarcelado. Pero ese día, algo cambió dentro de mí.
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Inicialmente, este cambio se limitó a cuestionar el rol de la policía en mi campus universitario y en las ciudades. Como muchos de mis pares, abracé una postura que pedía no una reforma de la policía, sino la abolición de la institución. Consideramos que dada la historia de la policía en este país, que ha estado ligada a la preservación de la jerarquía racial de los periodos esclavista y del Jim Crow, una solución para detener la violencia policial es reducir la dependencia en dicha institución, e invertir en en infraestructuras sociales públicas, como viviendas asequibles y atención en salud mental, que podrían abordar las causas de raíz de la delincuencia. Pero quienes proponen la filosofía abolicionista sienten que pueden ir aún más allá: no solo podríamos acabar con la policía, sino que podríamos cerrar las prisiones y construir nuevos sistemas de justicia e instituciones sobre las bases del cuidado y procesos de justicia restaurativa.
Sé que para muchos, esta es una postura estremecedora y extrema. Cuando escuché sobre ella por primera vez, definitivamente tuve mis dudas sobre si nuestra sociedad realmente podría operar sin prisiones. Después de todo, yo también crecí creyendo, como la mayoría de nosotros, que las prisiones aportan a la seguridad y que son espacios “necesarios” y “rehabilitadores” para las personas que cometen delitos.
Pero cuando aprendí que ubicar prisiones, cárceles y centros de detención en lugares en donde los riesgos ambientales como basureros tóxicos, inundaciones y calor extremo es la norma, lo que amenaza la salud y bienestar de las persona encarceladas y el personal que trabaja en ellas, me enfrenté a una realidad que anula cualquier posibilidad de verdadera rehabilitación en estos espacios. También hablé con docenas de personas que habían pasado por la cárcel, quienes me explicaron que los sufrimientos mentales y físicos que aguantaron en esos espacios, tanto por razones ambientales como sociales, los dejaron mucho peor de lo que estaban antes de ser sentenciados.
Todo esto me dejó claro que, como han descrito los investigadores Ki’Amber Thompson, Erik Kojola y David Pellow, “no puedo respirar” encarna un grito en contra de la violencia física policial, pero también en contra de las injusticias medioambientales avaladas por el estado, que limitan y acortan la posibilidad de respirar en las prisiones y otras instalaciones carcelarias. Si pensamos en la justicia ambiental como el derecho que tienen todas las personas de existir en un lugar seguro y saludable, las prisiones en los Estados Unidos son una amenaza directa a esa visión y se hace más claro por qué necesitamos abolirlas junto a la policía. Después de entender el problema, podemos empezar a imaginar alternativas que nos mantengan seguros y que nos acerquen a un mundo en el que todos podamos respirar.